Por Diego Batlle
Bronca (Beef, Estados Unidos/2023). Showrunner: Lee Sung Jin. Dirección: Jake Schreier (6 episodios), Hikari (3 episodios) y Lee Sung Jin (un episodio). Elenco: Steven Yeun, Ali Wong, Joseph Lee, Young Mazino, Remy Holt, David Choe y Maria Bello. Duración: 10 episodios de entre 30 y 39 minutos cada uno. Producción de A24 disponible en Netflix desde el jueves 6 de abril.
Bronca (curioso título local para el original Beef) ha cosechado una inmensa mayoría de críticas laudatorias, tan enfervorizadas en su tono celebratorio que uno tiende a pensar quizá con no poco prejuicio que el hecho de que haya sido producida por A24 (el estudio de moda en los últimos años) podría haber influido en semejante unanimidad. No me ubico en contra de ese consenso casi absoluto desde una postura esnob o forzando un cuestionamiento de forma premeditada y artificiosa para “ir contra la corriente”: simplemente Bronca no me parece una buena serie.
Me explico mejor: Bronca tiene todo lo que tiene que tener una serie para gustar, para ser considerada moderna, ganchera, provocadora: conflictos con impacto y situaciones muchas veces extremas, ritmo vertiginoso, diálogos punzantes, ingenio, buenos intérpretes, puesta en escena muy profesional y musicalización propia del universo hipster-indie. Pero, al mismo tiempo, luce tan calculada, tan forzada, tan enamorada de su mirada despiadada, desencantada y cínica del mundo, que resulta un auténtico vía crucis, un ejercicio agotador y abrumador para quienes no la compartimos.
Bronca es una acumulación de personajes que sacan a relucir lo peor de sí mismos, que en su creciente insatisfacción devienen monstruos capaces de apelar a todo tipo de violencia en una sumatoria de crueldades propias del “ojo por ojo”. Que muchas de esas provocaciones y venganzas estén matizadas con cierto humor negro y gags construidos con pericia no maquilla ese regodeo en las peores miserias del ser humano. Cuando cualquiera de los protagonistas o personajes secundarios parecen haber alcanzado algún límite, tener algún gesto altruista o al menos apelar a cierta autocrítica, el imperio de las circunstancias (léase, caprichos de los guionistas) los harán retomar a ese crescendo de resentimiento, odio y desprecio.
Dos intérpretes de mucho éxito como Ali Wong (Quizás para siempre) y Steven Yeun (Minari) son los antihéroes y antagonistas de este duelo de bajezas y sadismo que por momentos parece propio de un dibujo animado. Ella es Amy Lau, una emprendedora mitad vietnamita, mitad china que está casada (matrimonio infeliz, por supuesto), es madre de una hija pequeña y está por vender su boutique Kôyôhaus a una corporación, mientras que él es Danny Cho, de origen coreano, y uno de esos tipos que arreglan e instalan lo que le pidan (y le paguen): plomería, electricidad, podar un árbol…
Un ridículo incidente de tránsito en un estacionamiento durante el primer episodio sirve como puntapié inicial, como excusa argumental para una acumulación de enfrentamientos, traumas, insatisfacciones y arranques violentos. Imagínense una mezcla de Un día de furia, Después de hora y Relatos salvajes (aquí hay bastante de los segmentos Bombita y El más fuerte) con el californiano San Fernando Valley de fondo y potenciada por una misantropía y un cinismo desbordante. Un combo que, evidentemente, muchos disfrutan y celebran. No soy el invitado ideal para esa fiesta.